Vicisitudes de una dos sexual buscando nuevos caminos
Explorar la vida despojándose de las herramientas del carácter neurótico suele dar lugar a experiencias incómodas, inesperadas. Una dos sexual comparte sus propios ensayos con la vergüenza como factor común de todas ellos.
Cualquiera que haya comenzado a indagar en su carácter se habrá dado cuenta de lo laborioso que resulta. De los doses dicen que tenemos el vicio del orgullo y que, por el contrario, la humildad es lo que nos permite establecer nuevas formas de relación y de ser en el mundo. Vergüenza es, con sus diferencias, un sinónimo de humildad, y ha sido también mi guía para seleccionar situaciones en las que he sentido el sofoco de estar fuera de los límites de mi carácter –sí, todo lo que voy a compartir aquí me da bastante vergüenza contarlo–.
Estos instantes me han permitido, además, distinguir algunas de las guías en las que me apoyo para explorar más allá del carácter. Así que aquí expongo mis pequeñas mierdecitas, para que puedas reírte, compadecerte –intuyo que los doses no inspiramos mucho esa emoción– o quizás encontrar algo de comprensión si compartes este mismo eneatipo. Por mi parte, exponer las vergüenzas es un ejercicio muy terapéutico así que, doy las gracias por la oportunidad de poder acogerlas.
Y antes de continuar, me comprometo –al menos le voy a poner intención– a no embellecer las historias como tenemos tendencia a hacer los doses.
Con mucho pudor, empezamos.
¿Orgullosa, yo? El descubrimiento
Jamás habría dicho de mí que era una persona orgullosa. Ahora diría que no he sabido leer las formas que tiene el orgullo de expresarse en mí: la comparación; el buscar ser diferente, única. Cómo constaté que, efectivamente, había orgullo en mí es el primer bochorno que vengo a compartir.
Estaba asistiendo al curso Introductorio del Programa SAT de la Fundación Claudio Naranjo y en un momento nos pidieron que nos colocáramos por grupos según el eneatipo con que nos identificásemos. Así, un numeroso grupo de mujeres –se nos unió un solo hombre– nos reunimos entre mucho alboroto, preparadas para compartir nuestras experiencias como eneatipo 2. Lo primero que me llamó la atención es que todas hablaban –bastante alto, por cierto– y ninguna escuchábamos. En silencio, con la espalda recta y alejada del bullicio de mi grupo –mi cuerpo hablaba solo–, me escuché decir por dentro: “Yo no soy como ellas”. ¡Ajá! Me quedé asombrada al reconocer mi propia soberbia al pensarme distinta a las demás. Incliné la cabeza y bajé al barro, estaba en mi sitio.

La hoja temblando al viento: dejarse ver
A ese mismo SAT Intro llegué habiendo contactado con el miedo a tocar mi propia vulnerabilidad –no hablemos ya de mostrarme vulnerable ante los demás, más difícil aún si era un hombre– y la cantidad de mecanismos que ponía en marcha para ofrecer una imagen mezcla de seguridad, desparpajo y control de la situación.
La primera propuesta del taller era, aparentemente, sencilla: andar por el espacio y mirarnos a los ojos con los compañeros de formación. ¡Cuántas veces no habríamos hecho eso antes!
Con la trémula certeza de que era necesario mostrarme ante los demás, me levanté con el resto de mi compañeros y paseé por la sala sin poner caras, sin sonreír, sin esbozar un leve brillo en los ojos,…, sin emplear los artificios con los que me daba cuenta que solía protegerme, todo sutiles artimañas de seducción que siempre permiten desconectar de una misma y mantenerse en control. Paseé como si estuviera desnuda, dejándome ver, tal cual era. Sentí miedo, el cuerpo me temblaba, me sentí más expuesta que si hubiera estado haciendo un cabaret erótico ante todo el grupo. La experiencia me abrumaba. Necesité retirarme a la pared para llorar y respirar aquello que me recorría, un recurso que apenas había empleado durante la formación como acompañante gestalt. Lloré y volví al grupo. La sensación fue la de estar desguarnecida como una hoja temblorosa expuesta al viento. Las defensas habían bajado.
Pedir: existen cosas más grandes que uno mismo
Los eneatipo 2 crecemos con una falsa sensación de autosuficiencia: no necesito nada de nadie, puedo hacerlo todo yo sola y eso me convierte en una persona magnífica –todo mentira, claro–.
La maternidad me ofreció la primera oportunidad para enfrentarme con la realidad, pues objetivamente necesitaba la ayuda de alguien para, literalmente, ir al baño.
Recuerdo que la dificultad para pedir ocupó bastante tiempo en mi espacio terapéutico durante aquella época y que me asombraba comprobar la falta de experiencia que tenía pues, cuando mi terapeuta me preguntaba sobre qué necesitaba –en la crianza más temprana dormir es una fantasía, apenas encuentras tiempo para cocinar y de ducharse, ni hablamos–, recuerdo que le respondía: “¡No lo sé!”. Y realmente no lo sabía e, incluso, cuando lo identificaba, no sabía ordenar las palabras para pedirlo.
Me pregunto cuántos doses creen en dios. Esta falsa autosuficiencia nos impide pedir ayuda –saltan las alarmas: si pides ayuda no vales, no eres suficiente, ¡no te van a querer!– pero también ver que hay existencias más grandes que la propia y eso dificulta saborear la sabiduría de otros seres, inclinarse ante sistemas más grandes que uno mismo –la familia, la pareja, la comunidad– e, íntimamente, sentimos envidia –al menos yo sí que la experimento–.
Hace no mucho decidí concluir un ciclo con mi terapeuta. Llegué a la sesión y le solté que quería terminar con el acompañamiento. Ella me preguntó con una sonrisilla en los labios que cuándo me gustaría terminar y yo contesté muy resuelta que ese mismo día. Desconozco si esta aversión a las despedidas es algo común a los doses –aunque sospecho que eso de dejar a tu pareja ante de que te pueda dejar ella a ti tiene alguna relación–. Mi terapeuta comenzó a reírse y a preguntarme sobre mi dificultad para las despedidas y yo afirmé con vehemencia que ya venía dándole avisos al respecto. Entonces me miró a los ojos y supe que lo estaba haciendo: me estaba escabullendo del duelo de tener que despedirme de ella, del miedo de continuar mi camino sin su compañía. Y me sentí pequeña, sentí vergüenza de mi ceguera –el orgullo de nuevo–, porque me di cuenta de lo mucho que ella podía ver desde su experiencia y lo obtusa que estaba yo, creyendo que lo sabía todo. Me tapé los ojos, me reí, nerviosa e incómoda. Y aquella no fue la sesión de despedida.
Ese día pude tocar la existencia de algo más grande, en ese caso, la sabiduría de mi terapeuta.
Cultivar la amistad con los hombres en lugar de seducirles
Otra escena ante cuyo recuerdo también me sonrojo. Consciente de mi forma de seducir a través del cuerpo y esta seguridad ficticia, traté de acercarme a un hombre que me llamaba la atención. Habíamos hablado anteriormente aunque siempre protegiéndome con la seducción y esta vez quería hacerlo empleando un lenguaje distinto. Me acerqué a él y, sin querer echar mano de mis aperos de coqueteo habituales, le miré y sin saber qué decir, comencé a balbucear palabras de un idioma incomprensible –algo así como grlblu glaflof brumplbala, lo juro–. En un acto de empatía, él respondió imitando mi idioma y, después de hacer un segundo intento de comunicarme con esa jerga, regresé con las amigas que, amorosamente, se reían de mi intento unos metros más allá.
Acercarme a los hombres atenta de poner en juego este lenguaje de amistad –esta vez con palabras inteligibles–, de atreverme a mostrarme, abre las puertas a un nuevo escenario. Uno en el que no necesito ‘venderme’ a mí misma para que el otro me admire, para llevarme su atención. Esto me enfrenta también a sostener no ser el centro de las miradas y poder estar en un segundo plano,…, solo de escribirlo suena fatal. Comprendo por qué los doses resultamos antipáticos.
Acercarnos a los demás –en mi caso, como mujer heterosexual que soy, especialmente a los hombres– desde un interés honesto por la persona y no por la atención que podamos sustraer de ella, resulta un descanso increíble.
Meditar, contactar con la humildad
Comencé a meditar asiduamente desde el SAT introductorio, hace ahora año y medio. Aunque al inicio aprendí dando mis propios bandazos –sola, como buen dos–, escuchar y leer a Pablo D’Ors, escritor y sacerdote, empezó a ayudarme a crear una ceremonia entorno al hábito de meditar que le confiere más intención que la que yo era capaz de darle. Uno de los pasos dentro del rito es ofrecerle a la Vida, el Universo, dios,…, lo que sea aquello en lo que tú creas, la meditación que acabas de practicar.
Me encantaría decir que meditando me despojo de mi mente y profundizo en mi autoconocimiento a través de una observación detenida y ecuánime del ser. Nada parecido, la verdad. La atención en la respiración es un músculo aún por ejercitar, constantemente me dejo llevar por mis pensamientos y no es, hasta pasado un rato, que tomo conciencia de que me he ido. Cuando llega el momento de ofrecer al Universo mi meditación, me siento como si entre las manos llevara un gato tiñoso sacado de un vertedero, ciego de un ojo y pidiendo, con un aullido lastimero, que lo acepten. Según escribo intuyo que este gato es lo que tengo que aprender a amar a través de la meditación. Desde luego, lo entrego deseando que sirva a algo más grande –aunque no luzca mucho–.
Deseo también que este puñado de vergüenzas sirvan a algo más amplio que lo que a mí me han aportado, que ha sido el poder experimentar caminos desconocidos e incómodos en los que probar nuevas vivencias fuera de las rígidas fronteras del carácter.
Si deseas explorar los límites más allá de tu carácter será un placer acompañarte en esa experiencia, respetando tu ritmo y dando la bienvenida a lo que venga.
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